La ilusión de la luna gigante al resplandecer sobre el horizonte es una percepción engañosa, pero definitivamente fascinante. Aunque parecía crecer con la oscuridad del cielo en Colorado, la luna no cambia de tamaño al elevarse. Aristóteles ya escribía sobre este fenómeno, adjudicándolo a la bruma o a la refracción de la luz, pero estas teorías no resisten el escrutinio científico moderno.
La magia pierde su encanto cuando se emplean herramientas sencillas, como un tubo de papel, para observar la luna en distintas posiciones del cielo. Resulta que, a nivel del suelo, muchos creen percibir una luna tres veces mayor de lo que realmente es, efecto respaldado por experimentos de psicólogos como Irvin Rock y Lloyd Kaufman en el pasado siglo. De forma intrigante, cuando los estímulos desaparecen, también lo hace la ilusión.
Es aquí donde entra en juego el engaño visual conocido como la ilusión de Ponzo. Esta ilusión de proporciones juega con nuestra percepción de la distancia, haciendo parecer que escalas del cielo cambian según la ubicación del satélite lunar. Similar al conocido efecto de la “habitación de Ames”, el cerebro se empeña en interpretar un objeto de la misma magnitud como más grande cuando se percibe más lejos en el horizonte y más cerca que el cenit.
Nuestro cielo pareciendo una esfera aplanada contribuye igualmente a esta confusión sensorial. Ibn al-Haytham, un pensador del siglo X, ya intuía que los cuerpos celestes preservaban su tamaño, influyendo no obstante en cómo nuestras mentes los percibían dependiendo de ubicaciones en la bóveda celeste. La explicación mezcla magistralmente ciencia y percepción, aunque las explicaciones anteriores no dejaron de tener su peso filosófico.
En el fondo, este fenómeno aún es un recordatorio de las curiosidades del universo visual y de cómo el estudio de tales ilusiones desafía y enriquece nuestra comprensión del mundo que nos rodea. Al final del día, nuestro cerebro continúa tergiversando en sus propios términos, silencioso frente a los hallazgos de la ciencia.