La reciente revisión de las declaraciones de interés de los nominados a la Comisión Europea ha revelado algunas sorpresas, incluso si no hay indicios de ilegalidades. El proceso embrujado por la opacidad lleva a cuestionarse sobre la verdadera independencia de estos actuales y futuros comisionados.
Comenzando con Grecia, Apostolos Tzitzikostas destaca por su colosal cartera inmobiliaria, que incluye 16 apartamentos, seis locales comerciales y una vasta extensión de tierras. Se suma a sus inversiones más de €200,000 en acciones repartidas entre negocios de productos lácteos y energía fotovoltaica, además de haberse beneficiado con €18,116.30 del subsidio PAG para uno de sus campos.
Por otro lado, el italiano Raffaele Fitto, del partido de derecha de Giorgia Meloni, declara poseer siete apartamentos y compartir tres más, además de activos comerciales como una farmacia en Brindisi valorada en €150,000. Sus inclinaciones inmobiliarias se centralizan en el sur de Italia.
Bulgaria no queda atrás con Ekaterina Zaharieva construyendo su propio imperio de bienes raíces con varios terrenos y casas adquiridas en los últimos años. En paralelo, la eslovena Marta Kos posee cerca de un millón de euros en cuentas de ahorro.
Nuestro análisis no estaría completo sin mencionar a los que optan por la confidencialidad, como Valdis Dombrovskis, quien se complace en destacar lo pulcro de sus declaraciones pasadas, a pesar de que en la actualidad apenas revelan información.
Simultáneamente, hay un interés creciente por las conexiones con el sector privado, demostradas por personajes como Roxana Mînzatu y Maria Luis Albuquerque, cuyas andanzas empresariales han levantado más de una ceja.
Por un lado, la previsión de una segunda reunión dentro de dos semanas da pie a esperar un escrutinio más minucioso, mientras que las tensiones políticas en el Parlamento Europeo podrían enturbiar la objetividad de esta.
Con tales hallazgos, la verdadera transparencia del proceso queda en entredicho y la necesidad de una regulación más estricta urgente. Sin esta, la desconfianza puede erosionar aún más la relación entre los ciudadanos y aquellos que los representan en Bruselas.